A nadie pasa desapercibida la antiquísima creencia que vincula a las mujeres con el mal y el poder demoníaco. Las consecuencias esta identificación serían nefastas para amplios grupos de mujeres durante los siglos XVI y XVII, momento en que la intensificación de tal vínculo conduce a la persecución de las brujas en gran parte de Europa.
Para conocer las razones que han contribuido a consolidar esta relación supersticiosa hemos de remontarnos al pensamiento mágico primitivo. Es éste común a la mayor parte de las culturas conocidas, y responde a planteamientos de orden vital. Los seres humanos tienden a ubicar las creencias en función de un plano espacial por el cual lo bueno y lo positivo, se sitúan arriba, en el cielo, donde están el sol, la luz y la vida. Lo bajo, por su parte, corresponde a la tierra, y queda reservado a la oscuridad, a los seres malignos y sus infiernos… en definitiva, a la muerte. El cielo es, además, un lugar marcadamente masculino. Allí se hallan el poder y la paternidad. Su contrario, la tierra, representa lo femenino, la fecundidad y la maternidad, pero también, como ha quedado dicho, la muerte.
Aunque muy simplificado, este esquema nos da una idea de los motivos primarios que condicionaron la configuración de la identidad de las mujeres-brujas, a la vez madres, conocedoras de los secretos de la naturaleza y, también, capaces de ejercer el mal. Posteriormente, este esquema fue incorporado por el cristianismo que, durante siglos, contribuyó a acrecentar la culpabilización de la mujer a través de su sexualidad. Durante siglos, la condición social de la mujer se redujo a cuatro estados principales: soltera, casada, viuda o monja. Marcada desde sus inicios por el pecado original, se consideraba que ella era más propensa que el hombre a sucumbir a la seducción maléfica, a tentar y ser tentada por la lujuria que supuestamente encarnaba. Como consecuencia, se impuso el ideal de mujer sumisa y recatada frente a la autoridad masculina. Alejada de las principales estructuras de poder (político y eclesiástico), y desvinculada del conocimiento académico (el nivel de analfabetismo femenino era altísimo), la mujer quedaba relegada al ámbito privado. Sólo allí podía ella expresar, dentro de unos límites, su capacidad de control.
Sirva como ejemplo la obra de Fray Miguel de Castañega Tratado de las supersticiones y hechicerías y de la possibilidad y remedio dellas(publicada en Logroño, imprenta de Miguel de Eguia, 1529). Durante sus reflexiones acerca de la superstición, el fraile se pregunta por qué hay más brujas y brujos. En su respuesta condensa las principales nociones misóginas de la época:
Destos ministros al demonio consagrados y dedicados más hay mujeres que hombres. Lo primero, porque Christo las apartó de la administración de sus sacramentos […]. Lo segundo, porque más ligeramente son engañadas del demonio, como parece por la primera que fue engañada, a quien el demonio primero tuvo recurso que al varón. Lo tercero, porque son más curiosas en saber y escudruñar las cosas ocultas e desean ser singulares en el saber, como su naturaleza se lo niegue. Lo cuarto, porque son más parleras que los hombres e no guardan tanto secreto […]. Lo quinto, porque son más sujetas a la ira e más vengativas, e como tienen menos fuerzas para se vengar de algunas personas contra quien tienen enojo, procuran e piden venganza e favor del demonio.
La opinión de Castañega testimonia el sentir generalizado. La supuesta propensión de las mujeres a entrar en contacto con el mal condujo a varios siglos de persecución y condena de brujas y hechiceras (también de hombres, pero en menor proporción) cuya culpa principal no era otra que su condición sexual.
Susana GP
Ilustración:
- Ilustración original de la obra El martillo de las brujas, ed. Miguel Jiménez Monteserín, Valladolid, Editorial Maxtor, 2004.
Bibliografía recomendada:
- Julio Caro Baroja, Las brujas y su mundo, Madrid, Alianza Editorial, 2003
- Fray Miguel de Castañega, Tratado de las supersticiones y hechicerías y de la possibilidad y remedio dellas, ed. J. Robert Muro Abad, Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 1994, pp. 19-21.